lunes, 30 de diciembre de 2019

Pato



Pato era un patito algo particular. Su patita izquierda era un poco más larga que la derecha, lo que hacía gracioso su movimiento bípedo. Su áspero plumaje malamente escondía su, cada día, más preocupante exceso de peso; a él no le importaba, ya se había acostumbrado a su desproporcionada figura, aunque ésta le impidiese nadar y chapotear en su, antaño, charca favorita.
Las charlas con sus amigos o las noches de teatro, siempre acompañadas de esa rica bebida altamente graduada, eran mucho más agradables que las tontas aficiones de esos ineptos patitos del otro lado de la charca... parece mentira que fueran considerados de la misma especie.
<<Retrógrados inadaptados>> se decía cada vez que veía sus tontos entretenimientos en el agua o volando, como si de estúpidas alimañas se tratara.


Pero empecemos por el principio, ya que esta historia no siempre fue así...

- ¡Haaahhh! he vuelto a ganar, ¡sois unos lentos!

Era el más rápido, hábil y nadaba mejor que el resto de sus amigos. A Pato, todos le tenían por un gran atleta, además de guapo y elegante, debido a su colorido y gran plumaje. Sus alas, lisas y con un toque aterciopelado, hacían de sus vuelos una delicia para todo aquel que le divisaba en la distancia. Desde pequeñito, siempre fue el ojito derecho de su profesora de caza y, aunque modesto de él, no quisiera reconocerlo, más de una apuesta patita le hacía patitas bajo el pupitre, con la excusa de un simple resbalón.
Todas las tardes iba con sus amigos a capturar peces en el río; a parte de ser una sabrosa comida, el divertimento de estar con sus compañeros y jugar le hacía sentirse feliz, aunque esa noche tuviera que conformarse con un par de gusanos de tierra o algún que otro bichito como única comida en su pequeño platito.
La vida en la Gran Charca era jovial y amena. Los árboles que rodeaban ésta, les proporcionaban sombra en los días calurosos y, su protección en días lluviosos, era tan apreciada como un rico baño en el barro de una extenuante tarde de verano.
Al otro lado de la Gran Charca, tras cruzar el Gran Puente, estaban aquellos odiados patos grises. Los enfrentamientos entre uno y otro lado de la Gran Charca eran constantes, ya que no podían permitir que unos extranjeros volasen más alto que ellos o ganasen las competencias en los Juegos Deportivos Anuales.

Un día, mientras jugaba a la pata coja con sus amigos, se resbaló cerca del Gran Puente y acabó golpeado por una azarosa piedra que se encontraba en su camino. Esto le llevó a estar convaleciente durante 6 semanas, con una patita rota, lo cual le hizo perderse los Juegos Deportivos Anuales que, con tanto ahínco, esperaba durante tan larga temporada. Todos los días recibía las visitas de sus amigos y de su vecina Pati, la patita que le gustaba. 
Pero todas las noches, durante largo tiempo, en la cabeza de Pato siempre estaba esa piedra, esa maldita piedra. Si el incierto destino no la hubiese colocado ahí, no estaría triste y apesadumbrado, convaleciente en su gran infortunio.
Durante su larga recuperación, se dio cuenta que algo estaba cambiando en su aspecto: su color se había tornado algo más oscuro, similar al de aquellos patos tan odiados del otro lado del Gran Río. Quizá, su humor más adusto y la falta de aire fresco, le hizo cambiar algunas rutinas; la mala digestión que últimamente le acechaba, le hizo alejarse de su rica dieta, basada en aquellas sabrosas lombrices de tierra y jugosos pececillos.

Pato intentaba hacer ver a sus compañeros que los alrededores de la Gran Charca debían ser asfaltados, no podía permitir que la gente sufriera percances por algo que se podía y debía evitar. ¿Acaso eran ellos unos ignorantes, como aquellos patos del otro lado de la Gran Charca?
Comenzaron a depurar el agua, con el objetivo de evitar problemas estomacales y, la ingesta de ramitas de caña y algas, sustituyeron a los peces y lombrices, adaptándose más a la dieta de unos patitos civilizados que aquellos depredadores y atrasados ignorantes.
Pato aún conservaba su carisma y gran oratoria. Como si del mismísimo Zaratustra se tratase, fue poco a poco convenciendo a su comunidad de que sus ideas eran las mejores para que todos tuvieran una vida más saludable, hasta que todos los patitos y patitas de la zona asimilaron sus dogmas como el camino a seguir. Cuando alguien trataba de hacer algo diferente a los demás, como cazar lombrices o intentar cortejar a una bonita patita, era reprochado por todos hasta el punto de tener que exiliarse al otro lado del Gran Río. Era inaceptable ese comportamiento, más digno de sus déspotas antepasados que de una inteligente comunidad como la suya.
La vida en la Gran Charca era, poco a poco, cada vez más digna y decente. Por fin, todos los patos y patas llevaban unas costumbres propias de una sociedad como la suya. Y Pato, el gran pato, había sido el artífice de ese crucial cambio. Todos, siempre le recordarían.


Cierto día de primavera, unos animales muy grandes que caminaban sobre dos patas, aparecieron en el lugar.
Aprovechando las buenas condiciones del asfalto, su desplazamiento en gigantes máquinas era tan rápido que habrían ganado al más hábil participante en los Juegos Deportivos Anuales.
Sin mucha dificultad, unos patitos fueron capturados e introducidos en enormes sacos de tela, otros, degollados en la puerta de sus casas. Los que más suerte tuvieron, murieron ahogados en el Gran Río, incapaces de nadar para buscar su salvación.
La gran mayoría habrían podido salvarse de aquella matanza pero, sus alitas, inutilizadas durante tanto tiempo, ya no servían para eso que consideraban un acto tan inútil y rudimentario. Otros, acostumbrados a la vida sedentaria, ni si quiera podían escapar impulsados por sus dos patitas, y eran capturados como trofeo por aquellos descorazonados asesinos.

La Gran Charca quedó prácticamente vacía. Mientras tanto, al otro lado del agua, los odiados vecinos sobrevolaban la zona. Observando con incredulidad, cómo la estupidez de una raza que se creía superior, se extinguía para dejar tras de sí una nueva lección para la historia.

Engañoso placer



- ¿Qué le pongo?
- Una magdalena con crema.
- ¿Algo más?
- Nada más, gracias.

A Damián nunca le habían gustado las magdalenas; menos aún esa viscosa sustancia, más parecida a leche en descomposición que a sabroso y dulce relleno... hasta que comprendió que estaban muy sabrosas. Siempre había sido una persona muy ciega. Gracias a su mujer, al fin había encontrado sentido a todo aquello que le rodeaba y nunca había sabido apreciar.
¿Cómo, si no, habría podido descubrir esa gran afición a la lectura? Y es que, tan largas horas disfrutando de la compañía de Cervantes o el Arcipestre de Hita, junto a su eterna amada, hacían de sus noches invernales una auténtica dicha.
Obras teatrales, degustación de un buen vino, o esos preciosos cuadros pintados por un joven Velázquez, habían transformado su realidad. Todo aquello se había convertido en sus nuevas aficiones, más propias de su distinguida vida que de otras actividades indignas de cualquier buen hombre que se precie.

Burlose del destino esquivando un fangoso charco que el camino le había puesto como trampa, hasta llegar al punto medio de su paseo matinal.

<<Pobres infelices>> se volvía a decir, mientras observaba a esos malditos labradores trabajando en la arboleda. Sus sucias manos araban indecentemente la tierra, mientras sus puercos ropajes ayudaban a maximizar su mugrienta y desdichada imagen.
Tanta rabia hacia esos pobres jornaleros no era más que un rencor escondido en sus adentros, que le impedían rememorar su feliz pasado en las tierras bajas de Toledo. Menos mal que Amancia apareció en su vida... desde entonces, no volvió a necesitar nada de eso; esa indecente vida cambió gracias a su querida esposa.
Es todo lo que él había deseado, ser amado por una bella mujer, a pesar de su poca estatura y aguileña nariz; no necesitaba más, únicamente compartir aficiones para hacerle la mujer más querida y feliz del mundo.


Durante la noche, su última noche, con las doce uvas postradas en su plato, inertes, y con la única atención del propio Damián, éste pensaba; reflexionaba sobre su mísero futuro, mientras observaba de reojo esa sucia soga que tanto le llamaba la atención desde hacía 4 meses.
Aquella asquerosa leche podrida le carcomía las tripas, su sabor era tan desagradable que le costaba pensar que alguien pudiera sentir placer al tomarla. Ni aquellos bárbaros que decían haber descubierto en las lejanas indias podrían disfrutar de tal potingue.
Avivó el fuego de la lumbre con los aburridos libros en los que nunca encontró diversión alguna, para provocar aún más las llamas con los inútiles trozos de madera pintados por esos nuevos locos.

Lo que había sido todo para él durante los últimos 6 años de vida ya no existía; y nada de lo que le rodeaba le haría recobrar la esperanza de volver a disfrutar los felices días vividos tiempo ha: rodeado de mugre, tierras de labranza y malolientes mulos de carga.

Cerró los ojos y se dejó llevar por los colores y trozos de incomprensible papel que avivaban su inminente destino.