lunes, 2 de mayo de 2022

El sabio y el burro

 



Para Cleóbulo, el ser humano era la recreación de sus dioses sobre la Tierra. A lo largo y ancho de toda Grecia, sus lecciones eran bien sabidas por sus discípulos y, quienes no lo eran, sentían igual admiración, aunque ésta se reflejase en un aparente odio hacia su enclenque y desavenida figura.


Acompañado de sus más allegados, paseaba todas las mañanas por las calles de Samos, su tierra natal, desentrañando los enigmas que la vida les ponía en forma de acertijo. Ya fuere mediante novedosos procesos matemáticos, aplicando fundamentos de aquello que ese grupo de locos denominaba "filosofía", o tratando de entender los augures que unos viejos adivinos encontraban en las entrañas de esos pobres animales sacrificados.

Cleóbulo siempre encontraba una respuesta para todos aquellos que sentían la necesidad de averiguar los entresijos del destino. Su inteligencia y enseñanzas hacían de su compañía un preciado bien; había quienes, incluso, la preferían antes que las honorables y bien preciadas Guerras Médicas, de las que todo hombre que se aprecie dentro de la gran Grecia, soñaba formar parte.


Toda la admiración que sus pupilos sentían hacia Cleóbulo, ese respeto y adulación, se convertía en soledad y tristeza en su interior. Sin saber bien porqué, Cleóbulo no era feliz. A pesar de todo, de ser considerado el hombre más sabio de la Magna Grecia, no sabía cómo ser dichoso. Eso le atormentaba.
Cada noche, postrado en su cama, divagaba sobre su suerte. Trataba de entender lo que, a priori, debería ser el más sencillo de sus enigmas; sin embargo, sus procedimientos, que tan grande le habían hecho, no daban con la solución a sus preguntas. Preguntas que ni él mismo podía responder; si no él, ¿quién podría?

Una mañana, mientras daba de comer a sus animales, se percató de que Bruto, su burro, jugaba feliz en una charca cercana a casa. Ese estúpido animal se divertía llenándose de fango hasta sus grandes orejotas, mientras rebuznaba tontamente como si nadie le escuchase. 
Era feo y prescindible, su vida consistía en llevar esa pesada carga sobre sus lomos y alimentarse de sucio pasto y heno.
<<Estúpido animal. Si no fuese por tu fuerza y coraje, ya me habría deshecho de ti hace tiempo>>. Y es que, ni siquiera su carne sería plato para un buen festín. Aún así, allí estaba él, dichoso en su ignorancia.

Sin saber muy bien, cuándo ni porqué, Cleóbulo comenzó a visitar a Bruto todas las mañanas. No entendía el motivo, pero le daba paz y tranquilidad. Quizá porque ese estúpido animal le hacía no pensar en sus problemas matemáticos o en todos esos detractores que tenía a lo largo y ancho de las polis griegas; quizá porque su pureza le hacía sentirse bien.
Un trozo de maíz le producía una tonta felicidad a ese simpático animal, y simplemente cepillarle el lomo y deslizar la mano sobre su cabeza, en lo que podría parecer una caricia, confortaba a ambos hasta el punto de sentirse bien el uno con el otro.

Bruto rebuznaba de felicidad cada vez que veía a ese viejo enclenque acercarse, día y noche. No entendía los susurros que le llegaban a sus orejotas, mientras lo abrazaban y rascaban la cabeza, pero le gustaban. Bruto era feliz.
Cleóbulo no quería preguntarse por qué, de repente, se sentía un ser dichoso. En el fondo lo sabía pero, por primera vez en mucho tiempo, dejaba las ponderaciones alejadas de su huesuda cabeza.
Todos los días, tras sus tertulias, estudios e investigaciones, deseaba llegar a casa, mientras mostraba gratitud a su querida Eufrósine, la diosa de la alegría.



Cleóbulo pasó sus últimos días de vida lamentándose, maldiciendo aquellos lejanos momentos en que los palos y las malas palabras golpeaban el lomo de su compañero.
<<Si no le hubiese hecho trabajar tanto, seguro que aún seguiría conmigo... todavía era joven>>.
Antes de cerrar los ojos por última vez, su rostro dibujó una sonrisa, dando gracias a sus dioses por haber conocido algo tan cercano a la felicidad.

Buscando almas puras

 


Miro al horizonte, pensativo, tratando de desentrañar el gran dilema que me corroe. Las playas de Sinope me dan tranquilidad, mas no clarividencia. La cálida brisa que roza mi frente, me hace recordar que aún sigo vivo, aunque pronto lo olvide.


Hace ya tiempo, me cansé de buscar a mi alrededor, tratando de encontrarlo. Por eso, ahora solo miro allá donde la imaginación es capaz de alcanzar, donde los sueños creen haber encontrado ese Santo Grial, donde nada hay, donde engaño a mi mente.


La gran ciudad, un colapso de ingente actividad y dudosa pureza. Mucha gente y poca inocencia. La pesadumbre de ver la virgen Naturaleza tan transfigurada y corroída.
La luz del sol refleja su mirada sobre todas esos cuerpos, cabezas llenas de experiencias y vidas, pero pocos rayos atravesando esos opacos bultos.
En la noche, me deslumbran los destellos, devolviendo la luz de mi candelabro como si Zeus intentase lanzarme sus poderosos rayos. No me queda otra que agachar la cabeza y seguir imaginando.

Tan fácil es encontrar gente, vicios, palabras... tan difícil descubrir almas puras.